domingo, 14 de febrero de 2016

Heridas que nunca sanan

.Hay heridas que permanecen para siempre en nosotros, que nunca se terminan de ir, que forjan nuestra personalidad y nos avocan a un camino u a otro.
El testimonio que os voy a contar, me lo relató una madre que prefiere permanecer en el anonimato y me dio permiso para exponer su historia.
A esa mujer la conocí en pleno pauperio. Había tenido a un precioso bebé, su primer hijo y estaba llena de inseguridades. La asesoré en temas de lactancia porque estaba muy perdida y no recibía ayuda de las mujeres de su familia, que pensaban que perdía el tiempo y que se complicaba demasiado la vida pudiendo darle un biberón.
Lo cierto es que cuando la criatura cumplió los tres meses, ella empezó a experimentar emociones muy intensas. Se sentía emocionalmente mal y siempre estaba en un estado de alerta permanente, de miedo constante. No soportaba oír llorar a un niño. Al suyo siempre lo llevaba en brazos, en un fular que ella misma había estado tejiendo, pero el hecho de oír a un bebe ajeno llorar la ponía enferma.
No soy psicóloga, sólo asesora, pero mediante la escucha activa pudimos desgranar un poco el motivo de esa ansiedad.
En mitad de una conversación, salió el tema de sus propios recuerdos, de su niñez. Recuerdos que habían estado tapados y casi olvidados porque dolían.
Ella no sufrió maltrato alguno. Tuvo una infancia normal, como muchas mujeres que ya pasamos la treintena. Nunca le faltó de nada, a nivel económico. Pero entonces se detuvo un instante y me miró con ojos casi asombrados. No recordaba ni un momento en que sus padres le habían dado un abrazo, un beso… no recordaba ni una sola vez en que le habían dicho: Te quiero… así, sin más, porque sí… los únicos abrazos y muestras de afecto los recibía cuando aprobaba un examen en el colegio.
Pero tenía clara una cosa, que seguramente hubo un tiempo en que su madre si que fue afectuosa con ella porque en su memoria guardaba el día en que, ayudándola a vestirse, le pellizcó la piel con el botón de la falda. Ella se quejó y su madre sólo hizo una mueca de impaciencia. Y recordó el haber anhelado a esa madre afectuosa que le pedía disculpas cuando sin querer le hacía daño, o la arropaba antes de dormir, o la acariciaba… en esos momentos, sólo se limitaba a apagarle la luz con un seco: buenas noches.
No se preguntó hasta ahora qué es lo que le hizo cambiar, pero está segura de que en ese instante se sintió completamente culpable de aquellas pocas muestras de afecto. No se las merecía. Todos esperaban de ella que fuese tan lista como sus hermanos mayores, tan aplicada y estudiosa, pero ella estaba siempre en las nubes. Había decepcionado tanto a sus padres que de estos ya no nacía el afecto.
Y de su padre, contaba, ya nunca esperaba nada. Su madre había convertido su llegada del trabajo en algo malo. “Arregla tu habitación que tu padre está a punto de llegar” “limpia los platos que tu padre está al caer”… y tras años de repetir todos los días la misma cantinela, sólo quedaba el recuerdo de ver como algo nocivo el que su padre llegara de trabajar, porque además muchas veces llegaba malhumorado y se ponía nervioso cuando la casa estaba algo desordenada.
¿Y que relación mantenía hoy día con ellos? Una relación algo fría. Les amaba, eso era indiscutible, pero le habría gustado poder contar con una madre confidente que no la juzgara a la mínima. Cada uno de sus padres tenía sus problemas, los habían tenido siempre y eso les había distanciado de la familia. Con su padre apenas se hablaba ya. Lo consideraba una persona que siempre estaba malhumorada y con una tremenda falta de educación. Nunca había oído de él un simple gracias o un por favor… 
Y con su madre trataba de llevarla a un nivel emocional sano, pero había perdido la batalla. Ya no nacía de ella contarle nada sobre su vida, porque las malas noticias las magnificaba y la hacían sentirse peor, denotando una falta de empatía abrumadora y las buenas noticias las convertía en casi malas buscando pegas a todo.

Con lágrimas en los ojos me contó que no se habían tomado bien la concepción de su hijo, que poco más y la habían llamado irresponsable porque pensaban que no podría darle jamás una estabilidad económica. El dinero, lo material, siempre había sido tan importante para ellos… que se habían dejado por el camino cosas mucho más vitales.
No les culpaba, me decía, pero muy en el fondo notaba un resquemor repleto de resentimiento. Comprendía de dónde venían muchas de sus inseguridades, mucho de su afán por hacerse notar en el mundo y sus problemas de insomnio que arrastraba desde muy niña y que supo a que se debían cuando su madre, entre risas, confesó que la había dejado llorar hasta dormirse cuando era sólo un bebé, que era el método que muchos seguían y que había funcionado.
Fue un testimonio en la que ella habló durante más de dos horas mientras sus bebé dormía plácidamente en sus brazos, pegado a ella, siempre pegado a ella, siempre amado, siempre protegido y cobijado y me aseguró que esa criatura nunca conocería un día sin que le dijese que le amaba, nunca lo dejaría llorar por las noches… nunca permitiría que se cuestionase si sus padres le seguían queriendo… jamás permitiría que en un futuro pensase de ella lo que ella misma opinaba de sus progenitores.
Y me di cuenta de que esas carencias afectivas que había tenido de niña la habían condicionado. Las experiencias vitales forjan nuestro camino a medida que crecemos y nos convertimos en adultos. Ella, por suerte, había salido de esa espiral de inafectividad criando a su hijo con instinto, con amor, con apego… pero he conocido casos inversos de adultos que normalizan tanto esa situación que acaban siendo fríos con sus propios hijos y se acaban convirtiendo en esa misma clase de progenitores… porque es tan terrible darse cuenta de que tus propios padres se equivocaron, que para muchos es mejor asumirlo y repetir los mismos roles.
Regresé a casa meditando sobre esa larga conversación y me di cuenta de lo importante que es la relación afectiva a lo largo de los años, de cuánto nos puede condicionar.
Yo misma abrazo a mis hijos todos los días. Ellos han inventado la hora de los besos y los abrazos, que es cuando vuelvo a casa. Imitando la serie de los bubble guppies les pregunto: ¿Qué hora es? Y ellos me responden con una enorme sonrisa: Hora de los abrazos y besos! Y nos comemos literalmente entre risas y apretones. Les amo, les quiero con locura, aunque a veces me saquen de quicio y la palabra “te quiero” es la más repetida en mi casa. Y no lo hago pensando en un futuro… lo hago simplemente pensando en que es lo que nace de mi instinto.
Hoy pienso en esa mujer de casi cuarenta años que arrulla a su bebé y le repite mil veces que lo ama. Hoy pienso en sus carencias, en que no le faltó de nada a nivel económico pero que se sintió muy pobre a nivel afectivo. Una pobreza que arrastró en su corazón y que no quiere que se vuelva a repetir en su criatura.
Hoy pienso… en todas las que crian con apego seguro, si no estaran luchando también por cambiar un pasado y enriquecer su alma del amor que no tuvieron cuando más lo necesitaban.

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